Steven Spielberg es un maestro de la imagen. Podemos -puedo- oponernos al discurso ideológico subyacente a cada una de sus películas, conservador y obsesionado con la restitución de la familia que en sus grandes películas bélicas encarna el Estado, esa gran figura paterna que nos protege y a la cual debemos obediencia; cine reaccionario, dirían algunos. Pero dejando de lado esos argumentos, tal vez muy rebuscados, es insoslayable la eficacia de su cine cuando de crear e inducir emociones en el espectador hablamos. Emociones, esa es la palabra, sentimientos, estados anímicos que compartimos con los personajes de sus películas, sobre todo en aquellos momentos en que la cámara limita la imagen al rostro de algún atribulado que, con los ojos como platos y la boca semiabierta, es testigo de un acontecimiento terrible y revelador, como si ya no fuésemos más expectadores desvinculados sino el mismo personaje desdoblado que se contempla a sí mismo, sin saber todavía cuál es la causa de tal excitación.
El siguiente ensayo videográfico habla precisamente de ese recurso tan usado en el cine casi desde sus comienzos, pero que sólo Spielberg ha sabido sacarle el máximo provecho.
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